El cine que creo es, de muchas maneras, una forma de evadirme de la realidad. Igual que los personajes que invento —personajes aislados, queer, petardas—, también yo necesito de una mística Andalucía rural, de un mundo submarino, o de baños sangrientos para sentir que existe un lugar para nosotras en el mundo. El cine, para mí, es ese lugar.
Desde pequeño realizaba cortos con mis hermanos y mis amigas, obligándolos a ponerse conmigo delante de la cámara del iPad para transformar mi jardín en un bosque encantado o mi casa en una mansión embrujada. Es muy bonito, porque a lo largo de estos dos años estudiando en la ESCAC, una sensación similar me ha recorrido: durante los rodajes, siento una especie de disociación; de pronto, estoy en un lugar seguro, en un hogar, con un grupo de rodaje que empieza a sentirse como una familia.
Y eso es algo que no me ocurre a menudo. Suelo sentirme como alguien que no tiene un sitio fijo al que pertenecer. Pero entonces llega una de esas noches de rodaje intensas —en las que un extraño nos persigue gritando, en las que hay tensión, cansancio, energéticas, lágrimas y risas— y, al terminar, me invade una calma difícil de explicar.
Una sensación de pertenencia. De ser parte de algo más grande que yo.
Me apasiona de verdad cada una de las etapas que implica crear un proyecto: desde concebir un concepto y construir un mundo visual, sonoro y sensorial, hasta crear personajes, estudiarlos a fondo, entenderlos de verdad y hacerlos míos (al final, no son más que extensiones de mí mismo). Me entusiasma encontrar un equipo, transmitirles mi visión, escuchar la suya y construir juntos algo que combine nuestras miradas.
Me gusta mucho pintar y dibujar los mundos que imagino. Hacer los storyboards o el concept art me ayuda a compartir con el equipo lo que tengo en mente de una forma clara y visual. A veces, antes de saber explicarlo con palabras, ya sé cómo se ve o cómo se siente.
Disfruto también de la planificación de un rodaje —este año descubrí lo mucho que me gusta hacer de ayudante de dirección, aunque también he comprobado lo intensamente exigente que es ese rol—. Me encanta ensayar con los actores (aunque sé que aún me queda mucho por aprender y afinar en ese aspecto), rodar y volverme loco, querer llorar, gritar, rendirme… pero luego volver a desear estar rodando otra vez.
Y después viene todo el proceso de postproducción, de reescribir en montaje y sonido, de ver lo que ha funcionado y lo que no (realmente es donde más aprendo a cómo ser mejor director). Y, finalmente, lanzarlo al mundo. Eso que fue tan mío, que decía tanto de quién soy, ya no me pertenece.
Siento que, cómo director (y cómo artista), aún me quedan muchísimas cosas que decir, y muchas maneras distintas de decirlas; quiero hacer más comedia, animaciones, videoclips, terror, drama, codirigir, escribir mi primer largo y que sea una mierda, perder mi voz y volver a encontrarla. Se que me queda un camino largo por delante, pero lo veo y tengo unas ganas inmensas de perderme —y encontrarme— en cada uno de sus rincones.