Por mucho que desde pequeño me encantara crear cortos de mundos fantásticos —con hadas del bosque y criaturas tenebrosas—, siempre ha existido en mí otra pulsión: la de observar lo real. Desde mis inicios, me fascinaba registrar lo que me rodeaba. Recuerdo coger el iPad o la cámara de mi padre durante nuestros viajes en familia para luego montar pequeños vídeos en iMovie; en mi adolescencia, grabar cómo mis amigas y yo nos poníamos guapas, o ya más tarde, mi viaje de Interrail (lo mismo ocurre con mi trabajo de fotofija). Lo paso genuinamente bien romantizando estos momentos: es como un diario o pequeñas cápsulas del tiempo a las que puedo volver cuando quiera.
El documental, para mí, es precisamente eso: un canal a través del cual la realidad se transforma en percepción. Me interesa cómo, al mirar con intención, lo cotidiano se vuelve narrativo, emocional y poético.
Aunque hace tiempo que no realizo como tal un proyecto documental, piezas como Espuma de Oro o SNVS: Al otro lado del espejo fueron donde lo aprendí todo. Ahí aprendí a encuadrar con intención, a emocionar con un plano, a descubrir lo mucho que se reescribe en montaje, a elegir una música o a desecharla. Todo lo que sé hoy sobre narrativa audiovisual nació ahí.
La no ficción, además de una forma de expresión, es para mí una herramienta de comprensión: me permite entender mejor el mundo y reformular mi mirada a medida que investigo, entrevisto y edito. Lo que más me apasiona del documental es precisamente eso: que cada proyecto me transforma, y a medida que intento plasmar mi mirada del mundo a través de la imagen, es la imagen la que acaba cambiando mi manera de ver el mundo.